Cest la guerre o La chica de blusa azul 2/2

Viene de aquí Me quedé un día o dos más en L. -continuó Henrí Dupont- Pero ya mis vacaciones habían perdido todo su sabor. Adondequiera que iba, el espectáculo del río o del hotel me recordaba Marie, en su blusa azul. Los otros huéspedes me aburrían tanto como los agraviaba yo con mi descortés conducta. Daba largos paseos y después de la cena me iba a acostar, por falta de cosa mejor. Pero entonces no podía dormir pensando en Marie y preguntándome adónde habría ido. Empecé a maldecirme por ser un estúpido demasiado escrupuloso, que no podía despojarse de sus escrúpulos en semejantes ocasiones. ¿Qué daño habría resultado, me preguntaba, si me hubiese tragado mis deducciones y le hubiera hecho el amor a Marie durante el resto de mi licencia? Ella habría estado en mi compañía durante todo ese tiempo y por lo tanto no hubiera podido dedicarse al espionaje, aunque quisiera hacerlo. Al fin de mi licencia yo habría podido advertirle lo que sabia y aun quizás disuadiría de seguir siendo una espía alemana. Ahora, Marie había desaparecido para siempre y yo había perdido la felicidad con una muchacha que, en unas pocas horas, había conmovido mis más profundos sentimientos.

Hastiado y desconsolado, decidí abreviar mi licencia y volver al trabajo. Mis colegas se sorprendieron al verme regresar tan pronto, pero también les alegró el hecho porque había muchísimo trabajo. Naturalmente, se burlaron de mi a causa de mi precipitado regreso y muchas de sus irónicas observaciones se acercaban peligrosamente a la herida que había en mi corazón. Pero me encogía de hombros y los dejaba bromear. Me entregué totalmente a mi trabajo, tratando de olvidar mi tristeza con mi consagración a los numerosos interrogatorios que se me presentaban.

Algunos días después de mi regreso, estaba trabajando cuando oí un alboroto fuera. Un sargento irrumpió en mi cuarto y después de saludarme militarmente, dijo, sin aliento:
– Discúlpeme, señor, pero dos de mis hombres han atrapado a una espía en el pueblo y acaban de llegar. La sorprendieron con las manos en la masa, según tengo entendido, tratando de obtener información de un oficial. La escolta está afuera. ¿Le interesaría investigar el asunto, señor?
Tomé mi quepis, me ajusté el cinto y salí. Se trataba de una oportunidad bienvenida y de un cambio que me apartaba de la rutina de examinar documentos. Y entonces, me detuve bruscamente, como si me hubiese penetrado en el pecho una bala de grueso calibre. Allí, entre dos soldados, cada uno de los cuales sujetaba una de sus delgadas muñecas, estaba Marie. Su aire era de alegre desafío, pero, al reconocerme, palideció de asombro. Sólo pude mirarla absorto, mientras mi corazón latía con violencia.

-¿Qué significa todo esto? -logré balbucear.
Uno de los soldados de la escolta se puso rígido y en actitud de alerta, sin atenuar su presión sobre la muñeca de Marie. Habló con el tono escrupulosamente monótono de los soldados rasos y sargentos cuando prestan declaración.
-Señor, hace una hora Dupuis y yo montábamos guardia cerca del estaminel de Le Lapin Rouge. La prisionera estaba en un cuarto privado, acompañada por un oficial de húsares. El oficial sospechaba de ella y fingía estar borracho. Ella empezó a preguntarle dónde se hallaba acantonado su regimiento y a qué división pertenecía. La retuvo allí mientras mandaba a un amigo a buscarnos. La arrestamos y registramos su bolso. Encontramos esta libreta, de modo que la trajimos al campamento.

El sargento me tendió una pequeña libreta con cubierta de cuero. La inspeccioné rápidamente y mi corazón dió un vuelco. Allí figuraban nombres y las unidades de los oficiales escritas sobre dos o tres de las páginas y un mapa rústicamente bosquejado en otra. En este último veíanse los nombres de varias sedes de regimientos escritas con lápiz, figurando cerca flechas y otros signos propios de los mapas. Y lo que era peor aun, sobre una página arrugada casi al fin de la libreta, estaban garabateadas dos direcciones de Berlin.

Después de la primera mirada de sorpresa, yo no había logrado mirar de frente a Marie. Pero ahora apelé a todo mi valor y la miré en los ojos.
-¿Tiene algo que decir contra este cargo? -le pregunté, con toda la solemnidad posible. Me sonrió a medias y se encogió de hombros. “Cest la guerre” dijo y luego perdió el dominio de sí misma. Liberándose de su escolta, se arrojó al suelo y me aferró de los tobillos, besando mis embarradas botas de campaña. ¿Se imagina cómo debían estar los campos de seguridad en esos días, con pulgadas de barro y de mugre encima? Marie se estiró sobre ese barro, aferrándome los tobillos y pidiendo piedad a gritos, mientras los guardias tiraban de ella y forcejeaban para levantarla. Contemplé aquella reluciente cabeza rubia, que viera tibia de amor sobre las blancas almohadas de un lecho y sentí demasiado henchido el corazón para poder hablar.

-¡Perdóneme, por amor de Dios, perdóneme! -sollozó Maríe-. Soy demasiado joven para morir.
Hasta en su desesperación tuvo la presencia de ánimo y previsión de hablar en alemán para que su escolta no comprendiera. Apenas si pude articular palabra, pero comprendí que no podría de dejar de cumplir con mi deber por segunda vez.
-Llévensela y enciérrenla -les dije a los guardias-. Será juzgada mañana.

Al día siguiente, el juicio no duró mucho. El destino me reservaba una “broma” más. Yo figuraba en primer término en la lista de oficiales formada para presidir el tribunal y no había alguien me reemplazara. De modo que escuché las pruebas, que eran de una tremenda sencillez y condené a Marie a ser fusilada al alba del día siguiente. De acuerdo con la costumbre, le pregunté si tenía algún último deseo que formular. Ahora, la joven había recobrado totalmente la serenidad. Me miró con firmeza y una débil sonrisa asomó a sus labios.
-Me gustaría que me dieran un paquete de cigarrillos -dijo tranquilamente y mencionó mi marca favorita-. Como recuerdo de unas vacaciones felices aunque breves y de un amigo que me dió una oportunidad, pero no pudo darme dos.

La fusilaron al amanecer del día siguiente. Me dijeron que murió valerosamente, con la cabeza alta. Y aún hoy suelo despertar en plena noche, mientras mi esposa está profundamente dormida a mi lado, y evoco el recuerdo de Marie, en su blusa azul, y el dolor anega mi corazón. Pero… ¿qué podía hacer? -concluyó Henri.

-Realmente, amigo mío… ¿qué podía hacer? Ce n’est pas drole, mais c’est la guerre.

*Tomado de: Pinto, Oreste. El Contraespionaje por Dentro. Editorial Espasa Calpe. Buenos Aires, 1953