Remontémonos a los inicios de nuestra especie, pensemos en el precario estilo de vida que el hombre primitivo debió afrontar. Imaginemos a la pequeña tribu que busca refugio de la tormenta en una húmeda caverna, pensemos en el estruendo del relámpago que deslumbra los inquietos ojos ocultos en las sombras, prestemos atención al niño que cuestiona sobre la capacidad del trueno de alcanzarles en su refugio, y la respuesta de la madre que se limita a decir: “En otras ocasiones no lo ha hecho”, pero que carece de elementos para garantizar cualquier cosa. Incluso el alimento de mañana es sólo una posibilidad que debe ser rastreada y perseguida durante incesantes jornadas a lo largo de cientos de kilómetros. Mas no todo es incertidumbre, la incipiente humanidad sabe de al menos dos certezas: 1) el mundo es un lugar muy hostil, y 2) a diferencia de otras criaturas, su cuerpo es muy débil. El cazador en lugar de garras y colmillos tiene como armas un palo y la profunda esperanza de no cometer un error que le cueste la vida.
Así nació la humanidad, con el porvenir, con el destino hipotecado en manos de un azar poco o nada generoso.
Sólo mediante la observación continua y reflexiva el hombre primitivo empezó a comprender su entorno, encontró patrones y estableció algunas leyes que le permitieron protegerse del medio ambiente. Sin embargo, no fue fácil, a la humanidad le tomó mucho tiempo determinar el ciclo agrícola, le costó generaciones y vidas (consideremos que siendo grupos pequeños la pérdida de un integrante podría significar la muerte próxima de toda la tribu) catalogar los usos de las plantas y descubrir la forma adecuada de cazar a determinados animales. ¿Cuánto más habría perdido la incipiente humanidad si no se hubiese detenido a observar y a analizar?
Pero la duda humana va más allá de la mera sobrevivencia, ya que comprende también el legítimo deseo de mejorar la calidad de vida y de comprender nuestro lugar en el mundo y el porqué del universo.
Buscando respuestas, los primeros pensadores debieron recurrir a un conocimiento mayor al que la experiencia sensorial inmediata podía ofrecerles, ante la incapacidad de “ver” o “sentir” todos los fenómenos físicos, químicos y biológicos que sucedían en su entorno, desarrollaron teorías con las que intentaron explicar el origen de enfermedades, eventos meteorológicos e incluso del Universo mismo. Dieron pues, origen a la filosofía y a la religión.
La religión dio a la humanidad explicaciones placebo que le permitieron mantener la moral alta. Gracias a la fé ahora el relámpago era la manifestación de un Dios, y la cosecha al finalizar el año estaba garantizada siempre que se hiciera el sacrificio correcto; teniendo a los dioses de nuestro lado, el destino nos estaba asegurado. En cierta forma la fé redujo la incertidumbre, y al principio de los tiempos indudablemente fue bueno para la especie.
Por su cuenta, la filosofía no se conformó con inventar explicaciones y rezar a los dioses por agua. Acostumbrado a contemplar y preguntar, el filósofo primitivo logró encontrar reglas en el flujo de los ríos y construyó diques y represas que proveyeron el agua necesaria. Aunque sus explicaciones eran a menudo erradas, la sola práctica de intentar comprender fue desarrollando las distintas formas de asequir y representar la realidad, surgieron por ejemplo las matemáticas y la astrología, ambas con deficiencias, nacen ligadas indudablemente a la religión, pero con la ventaja de pretender explicar la verdad.
Gracias al paso del tiempo y a la acumulación progresiva del saber, éstas y otras materias del conocimiento sistematizado evolucionaron y se desarrollaron: las matemáticas rápidamente dejaron atrás la carga metafísica y se dedicaron a describir lo describible (la realidad), y no a especular sobre lo imaginable (el mito y la superstición); en contraste, la astrología aún tardaría en abandonar sus falsedades para constituirse como astronomía.