Carlos es taxista. Desde hace 25 años se dedica al ruleteo, y a decir verdad, lo hace maravillosamente. Siempre se muestra afable con sus clientes, diligente con su trabajo y mantiene limpio y en buenas condiciones mecánicas su vehículo. Probablemente sea de los mejores representantes de su oficio, sin embargo, hace un tiempo estuvo muy cerca de abandonar el trabajo sobre ruedas para cambiar el caprichoso ingreso del taxímetro por un sueldo fijo pagado en dólares.
Según palabras de Carlos, hace unos años una “güera americana” –después descubrió que en realidad era canadiense– detuvo su unidad en Coyoacán y le pidió que le llevara a un domicilio ubicado en San Ángel. En ese momento él no lo sabía, pero esa pasajera cambiaría su vida.
La extranjera de 40 años no hablaba bien el español, así que la mayor parte del camino se limitó a responder con monosílabos condescendientes los intentos que Carlos hacía para obtener conversación. Su actitud se volvió abierta cuando se percató que ya se encontraban cerca de la casa en la que, desde hace un par de semanas, vivían ella y su marido; hasta ese momento, todos los taxis que había tomado siempre seguían rutas más largas y, por supuesto, cobraban más dinero que lo que Carlos le pedía.
Sin dudarlo, Michelle solicitó su número telefónico y le convirtió en el único taxista al que recurría para transportarse en la ciudad.
De viaje en viaje, Carlos se fue convirtiendo paulatinamente en el chofer privado de la pareja de canadienses que habían venido a México con la intensión de expandir su negocio de cortes finos.
Compartiendo kilómetros Carlos aprendió algo de inglés y francés, pero también se ganó la confianza de la pareja.
Un día Michelle le pidió a Carlos su opinión sobre unos trabajos de remodelación que habían realizado en sus oficinas. Como anteriormente él había trabajado como contratista, no tuvo problema en comprobar las sospechas de la señora: les habían vendido a sobreprecio material y mano de obra de pésima calidad.
Tal es la cultura nacional, que a partir de ese momento el trabajo de Carlos se multiplicó, muchos eran los que trataban de aprovecharse fraudulentamente de la pareja y él se convirtió en su consejero y guardián.
Conscientes de sus habilidades, la pareja no dudó en enviarlo a Tijuana cuando uno de sus cargamentos fue detenido en la aduana mexicana. Afortunadamente Carlos pudo negociar con los agentes fronterizos y resolvió el asunto a un costo razonable. Dio entonces el siguiente paso en la relación que mantenía con la pareja: ingresó a la nómina y le involucraron en diversas áreas de la empresa.
Sin embargo, al cabo de un año los canadienses decidieron retirarse del mercado mexicano. Si bien la empresa reportaba ganancias, estas no eran suficientes para compensar el desgaste de mantener operando el negocio en el país. Continuamente tenían que lidiar con autoridades y algunos ciudadanos –incluyendo a su primer contador– corruptos que trataban de aprovecharse de ellos.
Por supuesto, antes de partir, ofrecieron a Carlos la oportunidad de mudarse con toda su familia a Canadá o a Estados Unidos, según prefirieran, y seguir trabajando con ellos. La pareja le brindó apoyo para tramitar las visas respectivas, obtener vivienda y trasladarse, pero ni su esposa ni su único hijo –que entonces tenía ocho años– quisieron dejar el país. Tampoco apoyaron la idea de quedarse y permitir que desde el extranjero él les enviase divisas.
Carlos aún lamenta la negativa de su familia. Si bien comprende la dificultad de la decisión que les pedía, también sabe que la calidad de vida en Canadá es superior a la nacional, que los dólares convertidos a pesos se multiplican y que al cabo de unos años su situación económica podría haber mejorado sustancialmente.
No es que actualmente viva mal, su experiencia con los canadienses, sumada a su buena presencia le permite tratar con clientes de mayor perfil y cobra mejor que sus colegas de otros barrios. Pero cada que lo piensa, le agobia imaginar lo que pudo haber pasado si hubiesen tenido el arrojo de subirse al avión.
Tal es la cultura nacional.