Fue una de esas noches de larga sobremesa. Por motivos laborales seis extraños habíamos encontrado oportunidad de volvernos amigos compartiendo risas y carcajadas en el restaurante de un conocido hotel morelense.
Durante la conversación aproveché la oportunidad de intercambiar miradas coquetas con una morena de linda sonrisa, que respondía positivamente al llamado de mis ojos y seducía mis oídos con discretas insinuaciones, disimuladas entre las bromas que nos jugábamos.
Conforme las horas pasaron, y ya convencido del interés mutuo, me sume a la disculpa que ella ofreció a los comensales al levantarse de la mesa, aduciendo lo avanzado de la noche y la necesidad de madrugar al día siguiente.
En el pasillo, lejos de miradas indiscretas, descubrimos el calor de nuestros labios y con cada paso que avanzábamos hacia la habitación, también recorríamos algunos centímetros de nuestros cuerpos. Cuando por fin llegamos a su puerta, bien podríamos haber descrito con precisión la ubicación de cada botón y costura de nuestras prendas, y aún así, permitimos que nuestros impulsos retrasaran un poco más el ingreso a su habitación.
Entonces, contrario a toda expectativa, ella pausó el tiempo para proferir la peor frase posible dada la circunstancia en la que nos hallábamos: “Espera, que yo no soy una mujer de esas”.
Lo terrible de la oración no fue su principio, que aunque decepcionante siempre es una posibilidad presente. No, lo fulminante fue su final: “una mujer de esas”. Dijo “de esas” y no agregó ningún otro sustantivo. Dejó incompleta la frase como esperando que el desprecio que impregnó en la última palabra sirviese de punto final.
Desentendiéndome un poco de la barbaridad y, lo confieso, esperando sortear ese bache, fingí no entender: ¿Cómo de esas? pregunté. Y su respuesta me dejó perplejo. Una mujer que militaba en una organización civil de defensa de derechos humanos ratificaba su prejuicio agregando: “de esas mujeres fáciles, de poco valor”.
Fácil habría sido expresar: “Espera, que lo que pasa es que no quiero llegar a más intimidad” y habría sido suficiente para decir buenas noches. Sí, tal vez un poco a regañadientes, pero habría bastado. En cambio, ella prefirió mandar al diablo el calendario, negar los siglos de lucha en la reivindicación de la libertad individual y perpetuar un retrograda esquema que condena a las personas no por lo que son, sino por el uso privado que hacen de sus genitales.
Así como resulta ilógico juzgar las manos que prefieren atender un jardín antes que armar un circuito electrónico, también es irrisorio condenar los labios que se usan para besar en lugar de comer. Podemos considerar que el pintor debería hacer “mejor” su obra, pero definitivamente no podemos juzgarle por dibujar los trazos de forma distinta a cómo nosotros lo haríamos.
Por lo tanto, no se trata de si ella debía o no tener sexo conmigo (o con cualquier otra persona), eso es una cuestión de tiempos, procesos y motivos muy personales que no debemos juzgar. Así como podemos querer sexo un momento al siguiente podemos ya no quererlo y está bien. El problema es que cuando mi interlocutora depreció el valor de una mujer por las decisiones que toma sobre sí misma, reprodujo un discurso de dominación equivalente al que utiliza un violador sexual para justificar su agresión.
Hay que dejarlo muy claro: No existe la posibilidad de decidir por los genitales ajenos (o por cualquier otra parte del cuerpo). Corresponde únicamente a sus propietarios disponer de ellos en tiempo, forma e intensidad.
La riqueza de nuestra civilización descansa en la libertad como valor supremo. La posibilidad de elegir nuestro destino es la piedra angular de occidente y se constituye por esta premisa: Los individuos tienen la capacidad y la autonomía suficiente para determinar su pensamiento y accionar sin mayor limitante que la de no dañar a otros.
Entonces, en asunto tan privado, tan personalísimo como lo es el ejercicio de nuestra sexualidad, no hay argumento lógico que sustente la intervención de la colectividad social en los asuntos de alcoba.
Siempre que exista libre consentimiento y plena conciencia del acto, cualquier decisión respecto de nuestra corporalidad, así sea para tener sexo o para determinar nuestra dieta, está fuera de discusión moral porque, inevitablemente, nosotros seremos los únicos que lidiaremos con las consecuencias del trato que demos a nuestro cuerpo.
Seamos pues responsables y cuidadosos con nuestras decisiones, pero particularmente prestemos atención con los juicios morales que hacemos respecto a otros, porque en ellos nos jugamos la libertad, es decir, la civilización.