Vi en el metro un gran anuncio mediante el cual el gobierno invita a despedir al Distrito Federal. Curiosamente al ver la fotografía sobreexpuesta del atardecer en la ciudad me sentí ligeramente confundido y no pude evitar pensar en Kandinsky, no el artista sino el gato.
Rosa. En el otoño de 2011 mi amiga Claudia se mudó a Suecia y, junto con un kilo de tortillas y otro tanto de dulces típicos, cargó consigo a su roomie preferido: un gato nombrado en honor al conocido pintor.
A empujones logré subir al vagón, y en la oscuridad del túnel recordé haber visto a Claudia machacando una pastilla en su departamento vacío, pues el veterinario le recomendó aliviar el estrés del largo viaje sedando al felino. Pude ver a Kandinsky frotando su cuerpo contra las piernas de su dueña y maullando alegremente sin percatarse que estaba por tomar el sueño más importante de su historia doméstica.
De alguna manera, la superficial publicidad del metro me hace empatizar con Kandinsky. Ahora puedo entender lo terrible que debió ser despertar mareado, con el hocico reseco y el ciclo de sueño alterado en un lugar completamente extraño.
Imagino la frustración del cuadrúpedo al verse obligado a enfrentar el frío europeo sin el cobijo de su sillón favorito, ese que defendió de todo intruso, aún a costa de las múltiples vergüenzas que hizo pasar a su dueña frente a sus invitados. Claro, ahora el felino disfruta de un amplio jardín y un mejor sillón, pero me pregunto qué habría respondido Kandinsky si le hubieran pedido su opinión previamente a la mudanza.
Negro. Al salir del tren y nuevamente en las escaleras volví a encontrar la escueta frase gubernamental: “ADIÓS DF, HOLA CDMX”. Entonces caí en cuenta de la numerosa cantidad de letreros que han desplegado en el transporte público. Viene bien rememorar una de las primeras lecciones financieras que me dio mi madre: “Si un producto tiene mucha publicidad, no puede ser bueno. Las cosas buenas se venden solas”.
Al pie del afiche el gobierno firma usando siglas rosas y negras. No sé exactamente cómo decidieron sustituir el histórico escudo de armas de la capital por ese banal logotipo, pero me ayuda a entender el fenómeno. Lo que sucede es que en la ciudad hay dos gobiernos: uno rosa que nos muestra la blanca sonrisa de una feliz modelo, y otro negro que nos esconde las profundas implicaciones que conlleva el rebautizo de nuestra tierra chilanga.
La similitud con Kandinsky es evidente. Los habitantes de la capital estamos metidos en el viaje más importante de nuestra vida compartida y, sin embargo, alguien(es) ya nos está preparando las respectivas pastillas.
Resultado de la Reforma Política del Distrito Federal, la capital cambiará de nombre, de forma y de capacidades. Para ello, en los próximos meses se deberá redactar la primer Constitución que regirá esta demarcación. El establecimiento del Constituyente es un hito que pasará a los libros de texto, no sólo por su novedad e irrepetibilidad, sino por la enorme potencialidad que conlleva. Lejos de ser simplemente un “adiós”, dicho cambio es un llamado generacional a hacer historia.
La similitud con Kandinsky es evidente. Los habitantes de la capital estamos metidos en el viaje más importante de nuestra vida compartida y, sin embargo, alguien(es) ya nos está preparando las respectivas pastillas.
Derivado del texto constitucional la Ciudad de México obtendrá de fondos federales mucho más dinero para gastar. El poder político se fragmentará en Alcaldías, y con la aparición de concejales los partidos políticos tendrán más posiciones de poder para competir ¿o repartir?
Pronto diversas decisiones de gobierno cambiarán de responsable, y la manera en que los Ciudadanos nos relacionamos con el poder se modificará radicalmente. Por ejemplo, la gestión de uso de suelo, hasta ahora centralizada en la Asamblea Legislativa del DF, se repartirá entre todas las nacientes Alcaldías de la Ciudad.
Y más que eso, la nueva Carta Magna, al ser la máxima ley de la capital, obligará a revisar por completo el contenido del marco jurídico que actualmente nos rige. Las leyes locales, reglamentos, normativas y hasta programas gubernamentales tendrán que modificarse para estar en armonía con lo que se escriba en la Constitución. Claramente es la oportunidad para transformar de raíz la ciudad, o para garantizar que la desigualdad y corrupción sigan exactamente igual.
No me cabe duda, los habitantes del Distrito Federal estamos ante la disyuntiva de Kandinsky pero con una diferencia fundamental: nosotros no podemos asirnos al amor de una Claudia. Estamos obligados a decidir si dejamos a los partidos políticos conducirnos por este fundamental viaje, o si confiaremos en nuestra propia voluntad para ser partícipes activos en la construcción de la ciudad que habitaremos por los próximos cien años.
La ciudad será nuestra.