Hoy son dos años que te soñé sin soñarte. Estabas en aquel mundo onírico mas yo no podía verte. Permanecías escondida entre las sombras y desde ahí silbabas una tonada, casi inaudible, pero que alcanzaba a filtrarse entre las conversaciones que mi durmiente ser mantenía con otros inmateriales personajes.
Entonces, de nada me servía haber borrado tus números, bloqueado los medios electrónicos y condenado a la marginación archivística tus fotos y escritos. A pesar de mis esfuerzos no lograba disciplinar tu recuerdo y, la verdad sea dicha, aún no estoy seguro de que tanto lo he logrado.
¡Qué inútil ejercicio era exiliar durante la vigilia tus cosas, nuestras cosas, si por la noche aún podías desordenar caprichosamente los pasillos que conectan mis pensamientos!
Tu testaruda presencia, ELE, no hacía más que demostrar la deficiente educación que mis padres me dieron. Nunca me dijeron cómo hacer para sacar a las personas de mi vida.
Y es que cambiar el carácter y cercanía de nuestra relación; hacerme a la idea de no volver a ser receptor de tu amor, fue comparativamente mucho más doloroso pero también bastante más sencillo. En cambio, negar por decreto nuestra amistad, último pero esencial componente del vínculo que manteníamos resultó ser una tarea la mar de compleja.
Sucede que por sobre los matices románticos y las pasiones, también fuiste mi mejor amiga y mi mejor amigo. Mi amistad más profunda y más sincera fue “nosotros“. Sin embargo, el azaroso y maldito transcurrir de la vida común y en común nos llevó poco a poco y sin darnos cuenta a descubrir una periferia inexplorada de nuestra relación. Una zona hasta entonces despoblada y que bautizamos como el mutuo exilio.
Hoy, el calendario me recordó que se cumplen dos años que te soñé sin soñarte.
Me pregunto que ha sido de ti. No de ti, al alcance del teléfono, sino de ti perdida en los pasillos de mis pensamientos. Me pregunto no de ti en el domicilio que habitábamos juntos, sino de ti domiciliada en mi subconsciente.
Quisiera preguntarte si sigues ahí. Preguntarte si aún observas desde una esquina cada una de mis ideas o si has marchado ya. Si te has ido, quisiera saber cuándo lo has hecho. Tu paulatina ausencia y tu creciente silencio me impidieron seguirte el rastro. No me di cuenta del momento de tu partida. Es una lástima porque me habría gustado acompañarte hasta la puerta. Quizá convencerte de tu permanencia, y si no, al menos asegurarme que a tu salida el portón quedase cerrado.
Acaso no lo sabes, pero desde que inauguramos aquel pabellón del destierro, esa zona de exilio afectivo, diversas inquilinas se han apostado en él. No me quejo pues ahora tengo más espacio. Quizá mi corazón anda más ligero. Sin embargo, me asusta aventurar números: ¿cuántas personas más cruzarán el dintel que dejaste sin resguardo? ¿cuántas más transitarán por el vacío sendero que dejaste tras tu partida?
Al principio se agradeció el silencio, pero luego de los años, la casa está urgida de nuevos inquilinos. Se te extraña pero nada.