¡Que legalicen a las de 16! …para votar

En 2014, el breve trayecto entre Arbas del Puerto y Pajares (ambos en España), un recorrido de apenas 8 minutos de distancia en auto, sirvió para que mi amiga Monserrat comprendiese la relatividad del tiempo. En aquel entonces ella acababa de cumplir 16 años y, según las leyes de Castilla y León, no contaba con la madurez suficiente para ingerir alcohol por lo que tendría que esperar dos años más antes de poder celebrar “legalmente” su natalicio como quería. Sin embargo, ella y sus amigos prefirieron acelerar el proceso de maduración a razón de cuatro meses por kilómetro recorrido, así que viajó a la provincia de Asturias, que entonces reconocía la capacidad de beber a partir de esa edad.

Hoy es día Internacional de las Juventudes y vale la pena recuperar tanto la anécdota de mi amiga como una discusión que el 22 de julio pasado se realizó en el museo de la Ciudad de México durante el “Foro de análisis de las implicaciones de la reducción de la edad para votar”, en la cual integrantes de la sociedad civil, autoridades y políticos diversos argumentaron respecto a la posibilidad de que la nueva Constitución de la capital autorice el sufragio desde los 16 años.

Si bien, en el foro la discusión se limitó a la posibilidad de acudir o no a urnas, el tema de fondo es mucho más profundo porque refiere al significado de juventud; un concepto frente al cual la sociedad mexicana mantiene una prejuiciosa ambigüedad.

Aunque públicamente es aplaudido exaltar las capacidades de las juventudes, en la práctica se menosprecia y limita a las personas jóvenes mediante un paternalismo excesivamente proteccionista que disminuye su autonomía; en especial respecto a las menores de 18 años [1]. Por ejemplo, la ley reconoce a los habitantes jóvenes del país: la madurez suficiente para brindar sustento a su hogar y persona (la Ley Federal del Trabajo lo permite desde los 14 años) o para operar máquinas de varios cientos de kilogramos a altas velocidades (se pueden obtener permisos de conducir desde los 15 años), e inclusive para decidir si continúan o no un embarazo (Norma Oficial Mexicana 046-SSA2-2005). Pero al mismo tiempo también les supone incapaces de asistir a una película con contenido sexual explícito (Reglamento de la Ley Federal de Cinematografía).

¿Cómo puede ser psicológicamente más exigente ver pornografía de manera legal que decidir sobre la continuidad de un embrión? No sólo es una contradicción jurídica, es también un sinsentido lógico originado en la caprichosa forma con la cual igualmente consideramos a las y los adolescentes como infantes que como adultos.

Por un lado, la Ley Federal de Justicia para Adolescentes asume que su población objetivo tiene desde los 14 años la capacidad emocional e intelectual suficiente para enfrentar las consecuencias de sus actos y ser privada de la libertad por motivo de los mismos. No obstante, por otra parte la Ley General de Salud afirma que esos mismos jóvenes son incapaces de valorar y asumir libremente las secuelas de consumir tabaco o alcohol.

Bajo la misma (i)lógica nuestras normas reconocen a las juventudes la capacidad de colaborar al bien público y al desarrollo de la nación. El Código Fiscal de la Federación autoriza el registro de contribuyentes desde los 15 años de edad, es decir, son perfectamente capaces de pagar impuestos con los cuales sostener el aparato Estatal,  pero nuestras leyes electorales restringen su participación de la comunidad política al asumir que las personas jóvenes son incapaces de razonar una marca en la boleta electoral.

Actualización febrero, 2019: La Cámara de Diputados está avanzando una reforma legal que permitirá aperturar cuentas bancarias sin supervisión de tutores a partir de los 15 años.

¿Cómo se puede ser niño y adulto a la vez? ¿Es realmente justa en la forma en que actualmente asumimos al individuo cómo “mayor” o “menor”? ¿Qué tan razonable es imponer una naturaleza ambivalente a 10 millones de mexicanas y mexicanos? [2]

 

La otra “conferencia de Berlín”

Me parece que el vicio de nuestro marco normativo responde a la convivencia forzada que mantienen dos conceptos que actualmente son disonantes entre sí pero que pueden ser armonizados: juventud y mayoría de edad.

Como es bien sabido, resultado de las diversas transformaciones demográficas y productivas, así como el surgimiento de luchas sociales que sucedieron durante la segunda mitad del siglo pasado, dieron al concepto de juventud un sentido más amplio que la edad biológica. Se volvió una idea viva que evoluciona según las personas que la integran. En contrapartida, la mayoría de edad es una vieja idea estática en el tiempo y que ya resulta insuficiente para explicar y ordenar a la sociedad.

El supuesto según el cual a partir del primer segundo de los 18 años de vida la persona adquiere capacidades psico-cognitivas “adultas” no soporta el contraste con la vida real ni en un sentido biológico ni jurídico. Para muestra están las múltiples reformas legales de los últimos años. Ante asuntos relativamente sencillos como el consumo de tabaco las juventudes son menospreciadas e infantilizadas, pero ante problemas complejos como el sicariato en menores de edad, el legislativo reacciona con miedo e indignación y paulatinamente ha ido construyendo un marco jurídico que limita a la población joven como si fuese infante, pero al mismo tiempo les castiga con penas cada vez más cercanas a la de los adultos. ¿Cuál es la lógica de ello? ¿Cuál es la racionalidad detrás del paradigma de los 18 años (o en el caso de Monserrat y el alcohol de los 16)?

Un análisis de la mayoría de edad establecida a nivel internacional da cuenta de la discrecionalidad con la que, en realidad, se establece esta frontera imaginaria. En el mundo tanto existen sistemas normativos como Albania, en el que se adquiere la mayoría a los 14 años de edad, como Singapur, donde se otorga hasta los 21 años. De hecho, en México la línea actual corresponde a una concesión política destinada a calmar las tensiones surgidas durante el fatídico año de 1968 y no a una argumentación sólida al respecto.

Desde entonces, e incluso un poco antes, las juventudess han venido construyendo y diversificado símbolos, códigos de comunicación, formas de organización y valores compartidos que sustentan un profundo sentido de identidad y diferenciación respecto al resto de la sociedad y que poco o nada tienen que ver con las cuestionables barreras de edad.

De manera que, aunque útil en su momento, actualmente el concepto de mayoría de edad nos recuerda por sus consecuencias a la Conferencia de Berlín, ya que divide artificialmente un segmento de la población que por sus características, y a pesar de su diversidad interna, lógicamente debe ser concebido como una unidad; como una clase social.

Ahora bien, no se trata de hacer apología ciega de las juventudes. Es claro que existen en sus filas grandes cantidades de individuos inexpertos, inmaduros e inclusive, como algunas personas críticas afirman: “tontos”. Pero es necesario advertir y aceptar que estos adjetivos tampoco en proporción a los presentes en la población adulta.

Personajes como Malala Yousafzai, Aaron Swartz, Olga Medrano y Camila Vallejo dan muestra de las amplias capacidades que tienen las y los jóvenes contemporáneos, quienes gozan de un acceso a educación, información, recursos económicos y canales de comunicación nunca antes vistos en la historia. Capacidades que cabe advertir, seguirán ampliándose en el futuro. Hoy, ser joven es más que un estadio biológico y mucho más que un tránsito entre la infancia y la vida adulta, por lo que estamos urgidos de rediscutir y revalorar el concepto de juventud.

Por supuesto, no será tarea sencilla. Hará falta coraje para enfrentar los paradigmas que dominan nuestro pensamiento, así como un amplio debate que considere los detalles de la naturaleza multifactorial del fenómeno. Sin embargo, el solo ejercicio de imaginar un mundo en el que la idea de mayoría de edad deje de ser una línea mágica que otorga madurez y que se establece de forma inamovible e incuestionable, nos permitirá gozar de un orden social más realista. Uno que libere a las juventudes de los falsos límites que les hemos impuesto y que les permita desarrollarse en beneficio de todo el país. O que por lo menos, los trate de forma más congruente y justa. En ese sentido, la Constituyente de la Ciudad de México es una buena oportunidad para empezar a plantearnos con audacia el país que queremos.

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NOTAS:
[1] Los límites cronológicos del concepto aún están abiertos a debate. Mientras que la Asamblea General de Naciones Unidas y una veintena de países consideran como “juventud” a la cohorte de edades entre 15 y 25 años, en México la Ley del Instituto Mexicano de la Juventud ordena al instituto atender a la población entre los 15 y hasta los 29 años de edad. En este artículo sólo se utiliza la definición del organismo internacional.
[2] Según el INEGI, en México hay 21 millones 438 mil jóvenes de 15 a 24 años. La cifra de jóvenes menores de edad es de 10 millones 772 mil adolescentes.
[3] En 1884 las potencias europeas impusieron las fronteras de África sin considerar la realidad demográfica del continente. Al hacerlo dividieron artificialmente a clanes y reinos, separaron a poblaciones que naturalmente estaban unidas y rompieron acuerdos territoriales establecidos durante siglos. La conferencia de Berlín es en buena medida la responsable de las dificultades que hoy sufren millones de habitantes en el continente.