Distingamos a las decisiones de sus efectos. Regularmente, juzgamos a las personas por el resultado de las mismas, bajo el supuesto de que una “buena” decisión necesariamente conlleva buenos resultados. Sin embargo, quizá eso no debería importarnos tanto; sobre todo en el contexto psicológico y simbólico propio de cada cambio de año calendario.
En estas fechas es normal reflexionar sobre el pasado reciente, sobre las decisiones que tomamos y sobre cómo podríamos “mejorar” para el año que viene. Al hacerlo siempre está presente la tentación de menoscabar o de sobrevalorar nuestras elecciones. Dependiendo del diagnóstico global que hagamos del año anterior, podríamos menospreciar las decisiones que hicimos, juzgándoles inmediatamente como “incorrectas” sin considerar las circunstancias en las que fueron tomadas. O por el contrario, intoxicados por la euforia de los éxitos, podríamos aplaudir decisiones deficientes que, en realidad, fueron beneficiadas por la buena fortuna.
Analizar el pasado valorando las consecuencias de forma diferenciada del propio proceso de decisión es mucho más ventajoso que simplemente hacer lo primero. Entender la diferencia entre una decisión bien tomada de una que no, independientemente de la “bondad” de sus consecuencias, nos permitirá obtener experiencia verdaderamente útil. De otra forma, nuestro proceso de aprendizaje podría limitarse al establecimiento de axiomas no necesariamente correctos. Por ejemplo: este año hice A y obtuve X; por lo tanto, en el futuro cada vez que haga A obtendré X. Lo cual, además de ser incierto, conlleva el peligro de no entender por qué se hizo A y no cualquier otro curso de acción.
¿Cuáles fueron las decisiones consientes que tomamos durante el año? ¿Cuáles fueron los resultados de las mismas? ¿Cuántas de ellas fueron efectivamente correctas? ¿Acaso nuestra percepción del problema de selección fue el más adecuado? ¿Cómo afectaron nuestros sesgos y prejuicios nuestro proceso decisorio ¿Acaso elegimos de la mejor forma posible?
Al respecto de esas preguntas, dos lecturas pueden incentivar sus pensamientos: “Decision Theory” de Sven Ove Hansson, y muy especialmente: “Thinking, Fast and Slow” de Daniel Kahneman. Eso, tan sólo respecto a las decisiones que tomamos, pero falta pensar en todas las que no hicimos. Aquí radica la segunda ventaja de distinguir las causas de sus resultados: permitirnos ver lo mucho que, sin necesidad, dejamos de nuestro destino al curso del azar.
Ineludiblemente, hay una infinidad de cosas sobre las que no podemos decidir y que alteran el curso de nuestros planes. Además, nuestra percepción se enfrenta a límites que nos impiden distinguir a tiempo la presencia de todas las coyunturas de resolución sobre las cuales potencialmente podríamos decidir. No obstante, debemos reconocer que hay muchas coyunturas que dejamos pasar por omisión o por negligencia y que afectan el alcance de nuestros objetivos y anhelos.
¿En qué medida nuestra apatía ante la decisión o la dejadez ante el peso de la inercia, la tradición o la presión social nos ha impedido tomar el control de nuestro devenir biográfico? ¿Cuántas de nuestras “no-elecciones” pesan hoy sobre el resultado de nuestro año… y de nuestra vida?
Responder con honestidad al respecto de nuestras carencias nos permitirá mejorar el control que tenemos sobre nuestro destino, es decir, sobre las decisiones que tomamos. Lo que, en última instancia y según Erich Fromm, constituye el primer paso para alcanzar nuestra libertad reafirmar nuestra humanidad.
“La desobediencia de Adán y Eva a Dios no se llama pecado; en ningún lugar hay un indicio de que esa desobediencia haya corrompido al hombre. Por el contrario, la desobediencia es la condición para el conocimiento de sí mismo por parte del hombre, por su capacidad de elegir, y así, en último análisis, ese primer acto de desobediencia es el primer paso del hombre hacia la libertad” (El corazón del hombre: su potencial para el bien y para el mal.)