La decisión del Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, José Ramón Amieva, de retirar del transporte público diversas placas metálicas que vanagloriaban a Gustavo Díaz Ordaz, asesino y expresidente, ha generado cierta polémica en medios y redes sociales. Al parecer, molestó las conciencias de los paladines defensores de la historia congelada que se limita a un relato material, atemporal y acrítico.
Quienes se oponen al retiro del espacio público de los personajes ignominiosos de nuestros ayeres, alegan que su presencia en plazas y calles sirve de referente y ejemplo. Como argumento acuden al conocido refrán que dice: “quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. No obstante, si nos apegamos a este razonamiento el infame “orfanato” de mamá rosa debería ser convertido en museo, y en la colonia Delicias de Cuernavaca debería instalarse un busto del secuestrador Daniel Arizmendi con una placa que diga: “aquí estaban las casas de seguridad donde retenía a sus víctimas”. Según esta (i)lógica, no hacerlo nos expone a que las siguientes generaciones carezcan de un referente moral que les eduque sobre la importancia de respetar la dignidad humana.
Entonces es necesario aclarar: la historia no se hace para “evitar la repetición”. Hasta donde recuerdo ninguna escuela historiográfica lo considera así. En cambio, como cualquier otra actividad intelectual, la historia es una narrativa, que si bien busca sustento en pruebas materiales (¿acaso objetivas?), irrenunciablemente se articula entorno a la idiosincrasia de quienes la relatan. Más que una cronología de hechos o un anaquel de recuerdos, se hace historia con el objetivo de proveernos de un marco interpretativo de nuestro propio presente.
Quizá la contemporánea popularidad, casi obsesiva, del resguardo de la memoria surgió durante las postrimerías del siglo XX cuando la guerra fría y la crisis medioambiental terminaron de arrebatarnos nuestro optimismo frente al futuro. En contraste con el inicio del siglo, cuando las sociedades occidentales estábamos esperanzadas con el mañana (gracias a los prometedores avances tecnológicos), hoy el relato imperante es el de la senda a la autodestrucción: actualmente venden más los libros distópicos que los utópicos.
Bien nos advirtió Bauman: la “licuefacción” de instituciones y tradiciones nos dejó a la deriva de un tiempo que corre demasiado deprisa, de una realidad que se nos escapa de las manos y ante la cual el pasado, sea como fuese, se asume como un asidero fácil para salvarnos de nuestras propias incertidumbres.
Alemania y Argentina han recorrido ya distancia en el camino que nosotros apenas iniciamos. Su ejemplo nos sirve para analizar lo que Amieva llamó: “cerrar ciclos” pero cuyo verdadero nombre es: “resignificar la historia”. El ejemplo más cercano es con la foto de la expareja que ahora está, posiblemente en un cajón, y no en la sala o la habitación con un letrero que diga: “nunca más”. Es sencillo: la distribución espacial de nuestra casa es una reivindicación no un reclamo.
Tras el holocausto, el pueblo germánico se vio obligado a revisitar su propia conciencia y bajo la consigna de Vergangenheitsbewältigung la sociedad germánica se ha esforzado mucho por analizar su historia y aprender a vivir con ella y responsabilizarse de la misma. Aún así, sus pobladores no echan de menos las varias calles y plazuelas que durante el nazismo fueron bautizadas con el nombre del autócrata y que hoy tienen denominaciones más acordes a la sociedad a la que aspiran convertirse.
Por su cuenta, en 2004 el país austral dio al mundo una importante lección cuando el entonces Presidente Kirchner retiró los cuadros de los dictadores Videla y Bignone del Colegio Militar. Fue de alto valor simbólico porque, en palabras de Alba Ramos, vimos a “un militante que en su juventud estuvo cerca de ser desaparecido dejar un espacio vacío en esa pared”. Kirchner no borró el pasado, pero sí cambió la interpretación del mismo al “dejar un hueco en un lugar donde esas dos personas no debieron estar y se insertaron a causa de un Golpe de Estado.”
Retirar del espacio público el nombre de Díaz Ordaz (o de otros impresentables) no significa renunciar al aprendizaje histórico. Al contrario, se trata de asumirlo ya sin los grilletes nostálgicos que limitan nuestro movimiento. El espacio público debe responder a nuestros valores y anhelos actuales y no a las sombras de nuestros fantasmas. El pasado debe servirnos de experiencia y plataforma, no de culpa ni de censura.
Mandar a los museos (o inclusive a las bodegas) los objetos que nos recuerdan a Díaz Ordaz, Echeverría o a cualquier otro impresentable, es decretar un costo ético mínimo para ocupar espacio en nuestro presente pretérito. Por ejemplo, en 2013 la sociedad capitalina presionamos el retiro del espacio público de la infame estatua de Aliyev, dictador de Azerbaiyán, que se encontraba a escasos 500 metros del monumento a Gandhi, ambos en la primera sección del Bosque de Chapultepec. Sencillamente Aliyev no inspira nuestros ideales y por ello no merece un lugar en nuestras calles.
Yo quiero una ciudad que refuerce en sus habitantes los aprendizajes que les han de llevar a un mejor futuro. Una ciudad en cuyas calles se utilicen los aciertos del pasado para cultivar la esperanza y no una en la que se deba caminar cabizbajo por los errores de las generaciones que nos antecedieron.
¿Tú qué ciudad quieres?
*Portada vía CORBIS/Corbis via Getty Images.
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