“Hechos, no palabras” es una de las frases coloquiales con las que el presidente López Obrador apuntaló su informe de medio mandato. Más allá de las ausencias, medias verdades y mentiras del contenido de su intervención, es llamativa la austeridad de las palabras. Ante una sala ocupada cuasi exclusivamente por sus subordinados directos, el mandatario refirió un texto de apenas 50 minutos; la mitad del promedio de sus conferencias mañaneras. Siete veces fue interrumpido por los aplausos, pero no se escuchó palabra alguna de sus acólitos ni siquiera para elogiarlo. En el mejor de los casos, el informe fue un monólogo. En el peor, un soliloquio.
Recordemos que el artículo 26 constitucional ordena que la planeación del gobierno federal debe ser democrática y deliberativa. De manera similar, el artículo 69, otorga al poder legislativo la facultad de citar a comparecer a las secretarías de gobierno. Es decir, nuestra carta magna reconoce en el dialogo un valor sustancial para el ejercicio del poder. Disposición que no es en vano, pues ya Wittgenstein nos advirtió que las palabras son el puente entre nuestro ser interior y el mundo físico fuera de nosotros. Sí, los hechos importan, pero hablando es como podemos concebirlos y determinar nuestra posición frente a ellos.
Inclusive, la voz náhuatl de Tlatoani significa “el gran orador”. De tal suerte que la democracia no es el único modelo que reconoce la necesidad de dar lugar a la audiencia. Precisamente, una de las virtudes del entonces candidato y luego novicio presidente Obrador fue su sincera cercanía con la ciudadanía; particularmente con aquellos estratos históricamente desautorizados para la discusión pública.
Durante la última década vimos al mandatario compartiendo las calles, la mesa y hasta el avión con sus votantes. Sin embargo, en la cúspide de su gestión, se resguarda de las voces populares tras las pesadas paredes del palacio nacional. El mismo día del informe, a unas vallas de distancia, cientos de madres buscadoras, integrantes del “Movimiento por Nuestros Desaparecidos”, solicitaban una audiencia, nuevamente sin éxito.
A medio sexenio, se ven distantes los días en los que se integró un Plan Nacional de Desarrollo caracterizado por la amplia participación de la ciudadanía a lo largo de todo el país e incluso más allá de sus fronteras. El recuerdo del centenar de foros que se abrieron para forjar un prometedor documento de 228 cuartillas empezó a desdibujarse tras la publicación de las escasas 20 páginas mediante las cuales se ha dirigido a la administración pública federal. A la postre nos damos cuenta del valor profético de este manifiesto político sobre el estilo de gobernar: “hechos, no palabras”. Nunca palabras.
Por ejemplo, de nada sirvieron los llamados a “parlamento abierto” respecto a la Ley de Seguridad Nacional; la Ley de Petróleos Mexicanos; la desaparición del INEE y del Seguro Popular o la extinción de fideicomisos. En esta administración se actúa sin importar lo que la ciudadanía pueda expresar al respecto. A menos de que sean un eco, las palabras no son bienvenidas: los medios son “mafias”; los críticos “conservadores”; los militantes con opinión propia, ultra tecnócratas; la clase media, “aspiracionista”; y la población con legítimas demandas es “golpista”.
Si bien, es casi inevitable que un informe presidencial sirva de oportunidad comunicacional para que un régimen luzca sus vanidades. Hacerlo desde la completa autorreferencia es una pérdida para toda la población. Más allá de la simbólica rendición de cuentas, el primero de septiembre es el momento ideal para reflexionar colectivamente sobre la complejidad de los hechos sociales. Un informe es un gran pretexto para enunciar el México que queremos y las formas para llegar a serlo. ¡Así que discutamos!