Conversando con un colega historiador sobre las atrocidades cometidas por la Dirección Federal de Seguridad (DFS) en México, me pregunté respecto a las motivaciones que llevan a alguien a participar de esa locura. Ingenuamente pensé que podría tratarse de un sueldo muy atractivo, pero mi amigo rápidamente me mostró un documento desclasificado que contenía la nómina de la DFS y me señaló la columna “PERSONAL MERITORIO”, y mientras lo hacía afirmó: “Toda esta gente te espiaba y te atoraba sin cobrar”.
Cuando se habla de la burocracia de la opresión se suelen citar las ideas de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal. Según Arendt, las atrocidades no son perpetradas por monstruos deshumanizados, sino por personas comunes que, en su rutina diaria, cumplen órdenes sin reflexionar sobre las consecuencias morales de sus acciones. Sin embargo, lo que mi amigo me reveló añadió una capa aún más inquietante a esta concepción. La noción de que estos individuos participaban en actos como el espionaje ilegal, la tortura y la desaparición forzada sin recibir ni una mínima compensación económica, e incluso posiblemente asumiendo costos de su propio bolsillo, sobrepasa la idea de una simple obediencia burocrática y amoral. Según veo, inscribirse como personal meritorio de la DFS, entregarse voluntariamente como engranaje de la maquinaria represiva del Estado, definitivamente revela cierta vocación maligna.
Y sí, todas las personas tenemos luces y sombras, lo mismo podemos ser virtuosas que pecadoras, pero creo que hablamos de magnitudes diferentes. Hay una línea que distingue el MAL de las las pequeñas mentiras y de las traiciones de bolsillo que irremediablemente coleccionamos a lo largo de nuestra vida porque nos permiten avanzar en un mundo forzado a la competencia entre individuos.
Pienso, por ejemplo, en los repugnantes Philippe Pétain y Pierre Laval, que con el pretexto de salvar lo que quedaba de Francia, justificaron y apoyaron la ocupación Nazi. Aunque pretextaron la sobre vivencia, en la práctica desplegaron iniciativa propia para llevar a cabo el holocausto judío en tierras galas y también persiguieron a sus compatriotas. Postulo que sus atrocidades demuestran una voluntad que va más allá del pragmatismo político o el miedo. No creo que se tratara sólo de sumisión, ni siquiera de ambición. La prolija colaboración con los nazis debió tener algo de gusto perverso, inclusive sádico.
De manera similar al gobierno de Vichy, la dictadura perfecta del priismo se instauró y reprodujo durante 70 años, gracias el esfuerzo diario de personas que estaban más allá de la banalidad del mal, de seres egoístas y crueles que participaban activamente de la locura sin necesariamente pensar en una contraprestación. Cereijido teorizó el concepto para este tipo de calaña: hijosdeputa. Quienes sostuvieron voluntariamente al régimen autoritario eran y son unos hijosdeputa al servicio de la dominación. Hijosdeputa que abrazan su perversión como un fin en sí misma. Para estas personas el mal no es un mecanismo de poder, de supervivencia o una consecuencia de la obediencia; sino una vía para satisfacer su propia pulsión de muerte.
De tal suerte que la existencia de “hijosdeputa” nos obliga a cuestionar hasta qué punto el MAL, ese que se escribe con mayúsculas y que se articula estructuralmente, puede ser sencillamente banal o si, en su núcleo, es una manifestación consciente y deliberada que trasciende cualquier justificación moral, pragmática, económica o política. Quizá ese debería ser el punto de partida respecto a cualquier reflexión sobre las posibilidades y alcances de nuestros sistemas jurídicos-políticos: cuidar y canalizar las pulsiones perversas.