Les comparto que estoy participando en el proceso de integración de comités especialistas para cada alcaldía de la Ciudad de México. Como es habitual, el proceso incluye una evaluación curricular y una entrevista técnica, en la que se hacen preguntas específicas sobre la normativa y los procesos que rigen en la capital. Además, se debe resolver un caso práctico frente a dos personas entrevistadoras. Sobre el particular, me alegra haber obtenido una evaluación satisfactoria (96.2/100).
Lo curioso de este año, y la razón por la que les pido unos minutos de atención, es que ahora se ha introducido una nueva etapa: una tómbola. Quienes obtuvimos más de 80 puntos en la evaluación seremos sorteados para definir quién ocupará el cargo, mientras que quienes obtuvieron entre 59 y 79 puntos conformarán una lista de reserva para cubrir las vacantes que queden sin cubrir.

Esta novedad me plantea dos preguntas: ¿realmente es útil este sistema? Si hay pocos candidatos aprobatorios, el sorteo parece un paso extra innecesario. Pero si hay muchos, ¿acaso es el mejor mecanismo de selección?
En los últimos años, ha cobrado fuerza una corriente que cuestiona la idea del mérito desde una perspectiva casi ontológica, descartándolo de plano sin dar oportunidad a discutir si es posible mejorar ese sistema, pero tampoco ofreciendo alternativas argumentalmente sólidas.
Por ejemplo, próximamente, los estudiantes de secundaria también serán sorteados para acceder a preparatorias públicas en el centro del país, sin importar su promedio. Esto significa que alumnos con desempeño sobresaliente serán asignados de la misma forma que quienes apenas lograron aprobar.
El argumento detrás de esta medida es que las condiciones de vida facilitan o dificultan ser un estudiante de excelencia, lo cual tiene su grado de verdad. Sin embargo, este enfoque parece confundir igualdad material con igualdad política, una cuestión que tampoco se atiende correctamente y sobre la cual hace falta más reflexión. Mientras que la meritocracia persigue dos valores ideales: (1) la probidad por sobre el apellido, la clase social o el padrinazgo; y (2) la objetividad en la selección. En cambio, ¿cuáles son los valores que justifican una tómbola?
Es cierto que el mérito es imperfecto, pues iguala políticamente a personas que, en la realidad, son desiguales debido a condiciones estructurales que se remontan al inicio de la sociedad. Por esta razón, muchos sistemas meritocráticos han incorporado acciones afirmativas. Por ejemplo, en la integración de comités expertos, desde hace años las vacantes se abren bajo un esquema de tres mujeres y dos hombres por alcaldía.
No obstante, las tómbolas por sí mismas tampoco consideran ni ponderan las desigualdades estructurales. El sorteo niega la complejidad de la persona al reducirla a un papelito o pelotita, sin pasado ni presente. En el mérito, al menos, se evalúa la trayectoria. Para que un sorteo sea realmente justo, también deberían establecerse filtros en la lista de personas sujetas a la fortuna. En ese sentido, el sorteo comparte la misma falla que el mérito.
Otro argumento común para justificar los sorteos como mecanismos de selección es que supuestamente brindan transparencia y equidad. Sin embargo, esto no es necesariamente cierto. Un sistema de selección aleatorio no impide que haya manipulación en la conformación de la lista de participantes o incluso en la ejecución misma del sorteo. Como en su momento demostró Fidel Herrera, corrupto gobernador de Veracruz, quien ganó la lotería dos veces: una en 2007 y otra en 2009. O como también ha evidenciado en estos meses la muy cuestionable integración de candidaturas en la elección del poder judicial.
En conclusión, ambos sistemas fallan en atender la complejidad de la desigualdad social. Pero la meritocracia, con todos sus errores, al menos ofrece elementos objetivos y verificables en el proceso de selección y busca reconocer el esfuerzo y la preparación, mientras que el azar ignora por completo estas cualidades.
En el ámbito profesional, el azar debilita la relación entre capacidad y asignación de responsabilidades. En la educación, distorsiona el incentivo al esfuerzo e ignora la diversidad de capacidades y necesidades de los estudiantes. Esta discusión no es menor, pues nos obliga a preguntarnos qué tipo de sociedad estaremos construyendo si, sin la debida cautela, apostamos por convertir al país en “Tombolandia”.
Independientemente de lo que me depare la fortuna, honestamente creo que es un debate que deberíamos tomarnos con mayor seriedad. Quizás terminemos justificando plenamente la eliminación del mérito o, por el contrario, decidiendo fortalecerlo para hacerlo efectivo. Lo importante es que abramos la discusión con argumentos y sin dogmatismos.